Esta semana en nuestras recomendaciones de los miércoles, la librera y mediadora de lectura, Catalina Pulgar, nos habla sobre literatura relacionada con el verano. Esa hermosa época del año donde el sol y el calor nos dan ese aire a vacaciones que los libros nos permiten tener todo el año.
La literatura y su calor
Tengo una obsesión con el verano, no creo que pueda describirlo de mejor forma. Quizás podría decir que es sólo el sol lo que necesito, porque es innegable que pasando la época más fría del año mi energía aumenta.
Algo pasa con el frío que parece hacerlo todo más difícil. Y, aunque hayan muchos defensores del invierno, es indiscutible el efecto negativo que produce en los humanos la falta de sol. Los periodos cortos de exposición a la luz diurna tienen repercusiones aún mayores en la salud mental de las personas con tendencia a cuadros depresivos recurrentes.
Cuando trato de hacer memoria sobre un momento feliz, de esos que quieres capturar para siempre en una especie de cuadro mental, hay una sensación de verano que lo envuelve, una brisa caliente, el sol en la piel, un soplo de aire tibio en las mejillas a las 9 de la noche.
Soy una veranista y este verano se siente como un fraude, un robo. Se siente como una promesa suspendida en el aire, como algo que va a venir, que está a la vuelta de la esquina pero no termina de llegar. El verano es afuera y ahora la vida es al interior. No hubo grandes planes ni paseos bajo el sol. No hubo parque ni salidas con amigas a perderse por la ciudad.
En este contemplar la existencia desde un nuevo confinamiento me propuse aceptar esta nostalgia de verano y convertirla en un proyecto que me permitiera de cierta manera capturar esta época.
Es así como decidí que durante todo el año voy a leer libros que de alguna manera hagan alusión al verano, en el título y/o en la temática. Quién sabe, quizás le encuentro un nuevo sentido al verano; al mirarlo y vivirlo desde distintas escrituras.
Justo cuando partí con esta idea anunciaron una ola de calor en Santiago. Escribo esto desde una calurosa tarde otoñal, la promesa de verano está más latente que nunca.
El verano infinito
Madame Nielsen / Traducción de Blanca Ortiz Ostalé
Editorial minúscula/Distribuye Big Sur
127 páginas de una narración increíble. Eso es lo primero que tengo que decir. Antes de hablar de la historia en sí es necesario contextualizar el libro bajo una escritura particular que responde también en parte a la figura de su autora, artista y activista Madame Nielsen quien el 2001 mediante una performance enterró la identidad que mantuvo por cuatro décadas: Claus Beck-Nielsen nacido en Dinamarca el año 1963.
Desde las primeras líneas hay una voz narrativa que te lleva por una especie de flujo de la memoria. Las primeras páginas de El verano infinito no tienen prácticamente puntuación. Hay una sumatoria enorme de ideas, de sucesos, de recuerdos a los que vamos a volver a asistir durante la novela.
Me impresionó mucho cómo el recurso del caos y la corriente de las conciencia acá funciona perfecto, porque como lectores somos asistidos a lo largo del relato. Vamos retomando hilos narrativos que finalmente entrelazan una historia que se completa desde distintos recuerdos.
La novela es, de cierta manera, ese retrato de la juventud, un recuerdo de verano en la piel. El relato se sitúa en un hogar, una casa en el campo que terminará siendo el espacio que habitan diferentes personajes que dan forma a la narración. Allí se desarrollará la historia de un chico que conoce a una chica, cuya vida está marcada por la tensión que se vive en ese hogar entre su madre y su padrastro. La historia se construirá en base al momento en que ese vínculo se termina con la salida del cuadro familiar de esa figura masculina negativa y violenta encarnada en el padrastro de la chica. Esta ausencia abre las posibilidades para todos y lo cotidiano se transforma.
A lo largo del texto hay muchas marcas de un futuro que ya ocurrió, una sensación de destino duro e ineludible. Estamos asistiendo a una historia que aún no termina de contarse pero que la voz narrativa ya sitúa en un destino duro, lleno promesas de juventud suspendidas en el aire.
Eso es el verano infinito, ese momento que viene después del impulso juvenil, exactamente después de la descarga de energía. Ese momento cubierto de una luz que enceguece, un brillo al que ningún otro momento se le compara. Justo era esa la sensación que tenía cuando me planteé esta idea: es posible hacer del verano un momento infinito, y qué tan positivo es buscar siempre ese estado sin pasar por todos los demás.
“(…) pero si no hay nada, ¿Qué podría haber? Un campo es un campo, el hechizo se rompe y comienza el viejo mundo, pero el viejo mundo no debe comenzar, nosotros nos quedamos en el «verano infinito», que, como el paraíso, es ese lugar que nunca ha existido y al que nunca se puede regresar, solo en el cuento, y todos los días son el primero (…)”
Partí esta lectura pensando en que el verano infinito era esa sensación de un calor estático, esa hora de la tarde donde no pasa nada, esa fracción de espacio donde la temperatura se mantiene alta y constante, el momento de pausa que en vacaciones parece eterno, y este libro era exactamente lo contrario. Jamás hubo tregua. Me mantuvo al borde del asiento y se sintió tan rápido que me faltó tiempo viviendo la lectura. No es lo que cuenta, sino cómo lo hace.
Al terminar El verano infinito me quedé con esa melancolía por el recuerdo de la juventud. Ese momento qué pasa tan rápido y al que parece siempre queremos volver sin aceptar la dureza de su naturaleza fugaz.
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