Las redes sociales lo tienen de casero, y desde hace ya un rato que ensañarse con él pareciera haberse transformado peligrosamente en lo correcto: No eres tan cool si no tienes un tuit dando cuenta de lo lejos que te encuentras del personaje y su obra; no eres tan listo si no has encontrado la forma de subirlo al columpio al menos una vez.
La conducta está lejos de ser deseable. Esto del bullying colectivo, sentar a uno en el banquillo para luego incitar los tomatazos del resto. O arrojarnos nosotros mismos cierta estampa de superioridad, hasta el punto de transformarnos en intolerantes insoportables…
Podríamos seguir con la defensa, si no fuera por un pequeño detalle: Que a Luis Jara, el hombre en cuestión, todo esto debe importarle un soberano pepino.
No hay que negar lo innegable: Más allá de su entrenada garganta y sus años de esfuerzo y circo, el cantante está lejos de ser un derroche de onda. Quizás sea porque, cada tanto, vuelve a insistir en tallados que aparentan no ser los más idóneos para su tipo de madera, y los talibanes locales del buen gusto (era que no) siempre optan por no perdonarlo.
Pero Jara, en el fondo, debe saber que ésos son apenas los más vociferantes, los que pintan naves en tonos absolutos, de modo que unos entren y otros no. Los que se las dan, en definitiva. Los que nos dicen de qué se ufanan, para dar cuenta de lo que carecen.
Tal vez con algunos se ría. Quizás con otros se enoje. Y al resto, simplemente, no lo pesque.
Pero a todos ellos, les da un regalito de vez en cuando: Una coreografía rodeado de chicas, una cara de galán melancólico, otro botón desabrochado en su camisa, o una canción en inglés sobre el escenario de la Quinta Vergara.
O una cuña como la de esta semana, cuando comparó sus capacidades vocales con las de Freddie Mercury.
Entre los más graves, ardió Troya. Entre los que entienden que esto es espectáculo y no la cura contra el cáncer, sólo comenzó la inevitable lluvia de memes.
Algunos habrán pensado que hablaba en serio. Otros, suponemos que Lucho Jara debe ser más listo que sus detractores, y que entiende perfectamente cuando puede darle otra vuelta al timón de la chulería y el exceso, como quien busca una cuota más de adrenalina y experimentación.
El mar de revuelve cada vez que lo hace, pero para entonces él ya está fuera. Tal vez con el pecho descubierto en una playa polinésica, como en ese trolleado videoclip («Quiero ser»), sintiendo que el murmullo es apenas un silbido que se desvanece en el aire, y que él la hizo otra vez.