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Fue una sorpresa total. Tal como venía ocurriendo con nuestro Nicanor Parra —uno que, dicho sea de paso, en ocasiones anteriores había sugerido el premio para el reciente ganador—, las postulaciones de Bob Dylan al Nobel de Literatura ya estaban tomando cierto olor a saludo a la bandera, a causa perdida por parte de una tropa que parecía resignada de antemano a ver siempre otro nombre en la papeleta, pero que se conformaba con dejar testimonio de que en la obra del cantautor había también mérito y riqueza literaria, y que su tamaño como artista ya era universal.
Hasta que sucedió: Este jueves se anunció que el norteamericano fue distinguido con el preciado galardón, en una decisión que termina de introducir una profunda bocanada de aire fresco en los recovecos de la Academia Sueca, siempre tan dada a las convenciones, equilibrios, señales y volteretas, de ésas que usualmente dejan una superficie mayor en la sombra que en la luz.
Este año parecía ser el del retorno absoluto a esa lógica, con una inédita semana de desfase en el anuncio y con el escritor Don DeLillo subiendo como la espuma en las casas de apuestas, apenas un par de días antes de que se diera a conocer el nombre del galardonado.
Pero afortunadamente el epílogo fue otro, y eso no puede verse de forma aislada (es decir, poniendo el foco sólo en la calidad del autor distinguido). Porque el reconocimiento a Dylan se hilvana en lo inmediato con otros de tintes inéditos, como el que en 2013 elevó a la canadiense Alice Munro y el que en 2015 se otorgó a la bielorrusa Svetlana Alexievich, ambas exponentes de géneros históricamente despreciados por la Academia, como el cuento y el periodismo, respectivamente.
Ahora, el organismo vuelve a repetir la jugada, pero con la canción como protagonista. Tal cual. Porque la obra de Robert Zimmermann se ha diseminado de forma casi única en ese formato, como versos que nacieron para ser ensamblados con música —su único libro propiamente tal, «Tarántula», pasó rápidamente al olvido—, y que en esa fusión han logrado encontrar su mejor forma.
Otra cosa es que fuera de ella también puedan defenderse. No por nada editoriales han luchado por publicar poemarios que en rigor son cancioneros, mientras que diversas universidades han dedicado seminarios al análisis del universo dylaniano.
Pero eso es ámbito de fanáticos, académicos y especialistas. El resto pudo introducirse a esta obra que hoy se reconoce como literaria, poética y universal gracias a la melodía y a la representación que ciertos álbumes hicieron de un momento histórico determinado. Probablemente, se trata incluso de una mayoría no lectora, pero que a partir de esos discos accedió a una esfera que no se animaba a descubrir en los libros que otros firmaban.
No es, entonces, «haber creado una nueva expresión poética en la tradición de la gran canción americana» —en palabras de la Academia— lo único que se distinguió este jueves. La expansión y democratización de la literatura de alto vuelo son algo que también puede encontrarse detrás de este galardón.
¿Qué vendrá después? ¿Discursos? ¿Aforismos? ¿Tuits? Quién sabe. Pero si ese día llega, buena parte de ellos se lo habremos debido a Dylan. Y eso, por sí solo, bien podría valer un Nobel.
POr Sebastián Cerda/Pub