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En los odiosos 90, y hasta hace no demasiado tiempo atrás —probablemente, incluso hoy—, todo aquello que oliera a popular, a masa, a clase media y media-baja, era mirado con rictus despectivo por parte de cierto sector, que se arrojaba por prerrogativa propia el derecho de determinar qué expresiones artísticas eran las verdaderamente cultas, y cuáles eran las que atentaban contra esa condición. Ellos creían saber con claridad qué cosas era bueno que escucháramos y viéramos, y cuáles era mejor evitar o suprimir.
Eran tiempos en que muchos consideraban al fútbol una expresión idiotizante y evasiva, en que supuestos intelectuales hablaban de lo «chabacana» que estaba la televisión, y en que algunos todavía consideraban que «La cultura huachaca» daba buenas luces en torno a los caminos que debíamos seguir.
A ese Chile regresó en 1996 Juan Gabriel, para presentarse por primera vez en el Festival de Viña del Mar. Para muchos, el resultado de esa apuesta era un misterio: Se trataba de un artista que, decían, cargaba con muchos laureles en México, pero al que acá se conocía principalmente por haber firmado los temas que el grupo Pandora había amarrado en un popular mix, amén de «Hasta que te conocí», que un par de años antes contribuyera al despegue definitivo de Ana Gabriel.
Pero no. Error. Lo del Divo de Juárez ese febrero fue bombástico, y la causa no estaba en un fenómeno súbito, sino en el arraigo sostenido que su repertorio venía teniendo en la audiencia local, y que quienes articulaban la opinión pública se negaban a visualizar. Esa noche, durante casi tres horas, la represa de la cursilería ya no tuvo nada que hacer contra el torrente avasallador de «JuanGa», que en adelante no se detuvo más.
La demostración era evidente. Quizás como antes hicieran Camilo Sesto o —a menor escala— Lucho Barrios, lo que el mexicano había alcanzado era uno de los logros más difíciles para un artista, aquél que sólo unos pocos consiguen, y que entrega al menos una reserva en el vuelo a la inmortalidad: Instalarse en el corazón del pueblo, meterse bajo su piel. Interpretar sus penas, enjugar sus lágrimas, decir las palabras que quiere decir y en los tonos que las quiere escuchar, ésos que la mirada castradora de los guardianes del buen gusto siempre reprimió.
Pero ya no más. Desde entonces, nunca más. Ese verano se impuso la gente, y al resto no le quedó más que sumarse o seguir arriscando la nariz, cada vez más solos y arrinconados. El largo desembarco del mexicano en Chile había concluido, ya sin vuelta atrás.
Me he pasado la semana hablando en diversas partes del impacto que provoca la muerte de Juan Gabriel, y de qué tamaño es su legado y el vacío musical que deja. He comparado su partida con la de David Bowie y la de Prince, para entender por qué este 2016 ha sido un año maldito, y por qué debemos rogar para que en los cuatro meses que restan no se vaya nadie más de ese calibre: Determinante, monumental, estructural.
Hablé muchas veces de su lugar protagónico en el firmamento mexicano, y por qué me parece que su trascendencia es tanta o más que la de próceres como José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, Agustín Lara o Armando Manzanero (y pare de contar). Recordé su interpretación afectada, su vocería en pro de la tolerancia, sus conciertos de tres horas y media, la sintonía mística que alcanzaba con sus fanáticos y alguna que otra anécdota que bien lo pudiera graficar.
Pero eso, al final, tiene mucho de ruido al viento en horas como éstas. Porque con artistas como Juan Gabriel no valen demasiado los enfoques planteados desde torres de marfil, sino eso otro: Esa condición inasible e inefable impregnada en sus seguidores, muchos de los cuales quizás viajan apretujados a esta hora en el metro, leyendo un diario gratuito recogido al pasar, y que desde hace cinco días perciben el sabor amargo de una soledad que, definitivamente, no les sienta nada bien.
Por Sebastián Cerda/Pub