- Capellán UC. Twitter: @hugotagle
San Francisco de Asís, en su «Cántico de las creaturas”, alaba a Dios «por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar». Agradece que nos llame a su presencia y que la vida tenga un término que, en verdad, es el verdadero comienzo. Quien vive de cara a la eternidad, no contempla el final de vida con espanto, sino con serena tranquilidad. Somos pasajeros en tránsito, aves de paso, camino a una estación definitiva que es el cielo. Es una certeza que compartimos todas las religiones. Incluso quienes no creen, se expresan de sus difuntos como si estuviesen en algún lado. ¿Dónde? ¿En qué están? La muerte es la gran incógnita que nos acompaña siempre, la que se desvelará cuando crucemos ese umbral misterioso y nos encontremos con quien siempre nos ha acompañado, el Señor.
El próximo miércoles 1 de noviembre celebramos la fiesta de todos los santos, en que la Iglesia recuerda a los difuntos, especialmente a los anónimos, a los que han muerto solos y abandonados, y reza por ellos. Siempre debemos rezar por nuestros difuntos. Ellos necesitan de nuestra oración. Y ellos rezan por nosotros. La Iglesia cree en lo que llamamos el cuerpo místico de Cristo, la unión entre la Iglesia terrena y la celestial. Una sola gran unidad, en la que fluye la gracia de la oración de un lado al otro.
La vida es una gran introducción a la muerte. Lo asombroso en verdad, no es la muerte. Es la vida. De hecho, todo el universo conocido es un gran espacio de muerte. El único planeta vivo en esta infinidad, es nuestra modesta Tierra. Somos un gran milagro.
Y hay que vivir bien. «Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte», decía el gran Leonardo da Vinci. Quien tiene la conciencia tranquila, no teme a la muerte.
«No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre» dice Stefan Zweig, escritor austríaco. En efecto, quien toma conciencia de su finitud, aprovecha mejor el milagro de la vida, la agradece y comparte.
En esta fiesta de todos los santos muchas personas visitan los restos de sus seres queridos en el cementerio. Una bonita tradición, que nos recuerda el respeto que le debemos a la corporeidad. Son los restos. El alma vive. Pero así y todo, merecen respeto y cuidado. Por eso los cementerios son lugares sagrados. No es obligatorio ir. Pero sí es bueno recordar a los difuntos en la oración, en la celebración de la santa misa, en la intimidad del corazón. Y revivir lo bueno que ellos nos dejaron. El paso de nuestros seres queridos por nuestras vidas son un recordatorio del infinito amor de Dios por nosotros. Dios nos ama a través de quienes nos quieren y queremos. Así, el encuentro con «la hermana muerte», dolorosa siempre, será fuente de gracia y esperanza.
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