La semana pasada, en una interesante discusión con colegas-amigos, salió el tema de las sociedades anónimas en el fútbol chileno. Uno de los integrantes del grupo, provocador como él solo, lanzó que no han aportado nada al balompié criollo.
Frase lapidaria y, por cierto, muy alejada de la realidad, pero que sirvió para desatar el debate. Y se empezó por el argumento más básico, pero no por eso menos importante.
Qué duda cabe de que ahora, como corresponde a toda empresa, se pagan los sueldos al día, más allá de algunos casos derivados de la pandemia. Pregúntenles a los jugadores si prefieren los “románticos” paros de antaño o el cheque a fin de mes de la actualidad.
Tampoco pueden negarse los grandes avances en infraestructura, no en alusión a los estadios, costeados por todos nosotros, sino en los lugares de entrenamiento. El Centro Deportivo Azul de Universidad de Chile, el Monasterio Celeste de O’Higgins y el flamante complejo Las Rosas de Coquimbo Unido son claros ejemplos del avance y, en consecuencia, de mejores condiciones para los trabajadores.
Ahora, tampoco hay que ser ciegos. También están metidas en la industria personas a las que poco y nada les interesa el desarrollo de la actividad, empresarios y representantes que se pasan por donde ustedes saben a los hinchas y a las reglas, y que cada cierto tiempo están involucrados en alguna polémica extrafutbolística.
Igualmente, no hay que olvidar la pobre promoción de juveniles, la base de cualquier proyecto exitoso. Talento hay, lo que no hay es convicción para hacerlos jugar con regularidad, lo cual se da cuando no rinde un refuerzo, y, de resultar la apuesta joven, se vende rápido.
¿A qué voy con todo esto? A que en días donde se traza el futuro de Colo Colo y la “U”, con nuevos dueños, no importa tanto el modelo de las sociedades anónimas, sino sus actores. No todo es blanco o negro, es cosa de cruzar la ciudad hasta la precordillera.