Su figura infundía un respeto transversal en mundos que sobrepasaban con creces al de la música: Sin maquinarias de ningún tipo, en tiempos en que las palabras «arte» y «marketing» aún no conversaban con total fluidez, Aretha Franklin logró instalarse legítimamente como la «reina del soul», ese título que la acompañó hasta el día de su muerte y, a partir de ahora, por toda la eternidad.
Hoy Franklin ya es una suerte de energía, de fuerza, un símbolo de poder intrínseco y de movimiento colectivo. Una bandera, un icono, tal como muchos artistas que han partido y que dejan su legado para siempre en este mundo.
Pero lo cierto es que, a diferencia de muchos otros casos, Aretha Franklin no necesitó morir para elevarse a ese sitial: Ella era todo eso mucho antes, y alcanzó a palparlo en reiteradas ocasiones. Una de las últimas, en el escenario del Kennedy Center Honors en 2015, cuando su sola aparición sobre el escenario hizo llorar a Barack Obama y desató un ataque de ansiedad en Carole King, sentados en las plateas. Para cuando eso comenzaba a suceder, la artista aún no había cantado una sola nota.
Hechos como ese hacen que las líneas de tinta luzcan prácticamente incapaces e impotentes en horas como éstas, cuando se debe cumplir con el rigor de despedirla. Más allá de los gustos e incluso del propio tránsito musical de la artista —donde se alternan épocas de gloria con años de absoluta intrascendencia—, Aretha Franklin es una de las últimas sobrevivientes de una época distinta, una en que cantautores podían sentar bases imperecederas, detonar movimientos, y encarnar escuelas.
Ella lo hizo con el soul, por cierto, y la prueba está en un sonido que se revisita en códigos invariables hasta el día de hoy, como han demostrado Amy Winehouse, Adele y Duffy, entre muchas otras. Pero esa madera no sólo encuentra allí su evidencia; también en la posibilidad de entender a la música no tanto como un fin, sino además como un medio para materias que van más allá del propio arte.
Aretha Franklin terminó por transformar su voz en un abrelatas para causas incómodas en su momento, como la igualdad de derechos para las comunidades afroamericanas y las propias mujeres, entonces excluidas por una industria discográfica tan machista como cualquiera, alentando un debate sin el glamour de nuestros días.
Por eso es que su muerte, aunque anunciada y natural, no deja de generar un vacío. Con ella no sólo se cierra un legado, sino que además parece extinguirse una ética, irse una época. Sin artistas como Aretha Franklin, inevitablemente, el mundo luce un poco más huérfano.