La violencia intrafamiliar se ha transformado en un dolor de cabeza para las autoridades en medio de esta pandemia de coronavirus.
El confinamiento ayuda a que las agresiones físicas y verbales proliferen al interior de los hogares, por eso este tema es tan ad hoc.
Si bien es cierto que la gran mayoría de las denuncias sobre violencia doméstica proceden de mujeres, un tercio de todas las mujeres y niñas experimentan violencia física o sexual en algún momento a lo largo de sus vidas, según estadísticas de la ONU.
Mucho menos común, y también menos comentados, son los ataques que sufren algunos esposos u otros miembros varones de una familia.
«Yo no sé si mis amigos sospechan algo. Todo parecía maravilloso desde afuera: sonrisas, amigos, mucho dinero, alegría y confianza. Viajamos juntos por medio mundo.Yo no tenía nada que temer mientras viajábamos: ella no me haría daño en frente de otras personas. Lo más importante era evitar estar a solas con ella».
«Apenas recién me di cuenta de que mi exesposa estuvo violándome durante 10 años. Ira fue mi primera mujer. Nos conocimos cuando teníamos veintipocos años. Ella dio el primer paso y me invitó a salir. Mis padres me habían dicho que yo tenía que mudarme inmediatamente después de que empezara a salir con alguien. En otras palabras, comenzar una relación significaba renunciar a la familia y a tener un techo sobre mi cabeza. En un día tenía que perderlo todo. Daba miedo. Por ello, yo solamente podía permitirme tener una relación cuando hubiera ahorrado suficiente dinero como para vivir de forma independiente».
«Para colmo, mi madre se avergonzaba de mí y de mi apariencia. Yo tenía una autoestima muy baja. Mis primeros intentos en tener relaciones sexuales fueron con Ira y, en aquella época, yo los quería. Sin embargo, no eran tan normales: era doloroso y agresivo. Nuestro primer encuentro sexual duró unos cinco horas y cuando terminó yo tenía dolores por todos partes».
«Yo tenía demasiado trabajo y quería descansar pero ella empezó a exigir que tuviéramos sexo. Yo accedí la primera vez, la segunda… Ella decía ‘lo quiero, lo necesito, así que tienes que hacerlo, vamos, he esperado mucho tiempo’. Yo le respondía «no, no quiero, necesito descansar, estoy agotado. Entonces, ella me pegaba y ya no había nada que yo pudiera hacer. Ella me arañaba hasta que yo sangraba, me daba puñetazos. Ella nunca me dejaba marcas en el rostro, solamente me hacía daño en las partes del cuerpo que podía cubrir con ropa: mi pecho, mi espalda, mis manos. Yo no me defendía porque pensaba que golpear a una mujer era agresivo y estaba mal. Así fue como me educaron mis padres».