Síguenos en Twitter
Hace unos meses, poco antes de que arrancara la última edición local de Lollapalooza, en este mismo espacio se cuestionó el peso que ofrecía su cartel, considerando la herencia que el festival había construido en cinco ediciones previas y la tendencia al ascenso que se espera en toda curva evolutiva.
Hoy, ya conocido el line-up de la versión 2017 y arrancada oficialmente la cuenta regresiva hasta el 1 de abril, justo es entonces reconocer que la tortilla empezó a girar, y que al menos la promesa de cara a la séptima edición chilena se ve algo distinta.
¿Qué pasó? Que el festival ha ido aprendiendo sus lecciones, unas que era imposible asimilar sin pasar por la experiencia. Así, ya va quedando más en claro no sólo cuál es el ejercicio al que deben someterse los organizadores, sino también qué es exactamente lo que se está demandando desde el lado del público y lo que asegurará la supervivencia en el futuro.
Como cualquier criatura, Lollapalooza tuvo su alumbramiento y su niñez, hasta llegar a una adolescencia que ahora aparenta cerrar. Después de seis años tratando de descubrir qué era, finalmente lo descubrió, y la respuesta es que se trata de un festival musical, experiencial y multigeneracional, por lo que se deben crear las condiciones para que todos se sientan acogidos, que todos sientan que están en su lugar.
No ocurrió eso en las primeras ediciones, donde el perfil sobre 25 pareció ser claramente el convocado. Tampoco pasó en la última, cuando se dieron vuelta los papeles, y los de antes deambularon por el Parque O’Higgins como intrusos en una fiesta de la generación joven. Ahora, en cambio, el cartel sugiere diversidad y equilibrio, y parece avisar a los nostálgicos que difícilmente volveremos a ver nóminas a la medida de un solo nicho.
De este modo, hay exponentes de la vieja guardia, como Duran Duran o Metallica —unos que, de paso, recuperan la presencia de los nombres monumentales, ésos que por sí solos pueden convocar a 40 mil o más personas—, mientras que el público clásico del evento, esos hipsters treintones que coparon las primeras ediciones, también contará con una de sus deidades: Los norteamericanos The Strokes. En tanto, las nuevas generaciones, que se han dejado caer en masa desde hace un par de temporadas, seguramente celebraron con la confirmación de artistas como The Weeknd y The 1975, entre otros.
En las demás líneas, hay también créditos de vocación electrónica (The Chainsmokers, Nervo), deudas históricas que se saldarán (Rancid), nuevas figuras por cotejar (Tegan and Sara, Tove Lo) y chilenos que faltaban (Gondwana, Villa Cariño, Mariel Mariel, Prehistöricos, Weichafe, La Pozze Latina), además de uno que otro inflado que nunca falta (Cage The Elephant).
Pero mientras sea en la dosis justa, incluso eso puede verse con cierta simpatía en este festival, uno que como ya es parte del mapa oficial nos adjudicamos el permiso para trollearlo —si no que lo diga Viña, denostado cada año por simple deporte—, pero que hasta en sus peores momentos nunca dejó de ser una gran cosa. ¿O hace ocho años alguien soñaba con que un evento de esta envergadura pudiera ser posible en pleno centro de Santiago?
Es la consecuencia de los derechos conseguidos: Una vez alcanzados, siempre se querrá ir por más. Pero eso no significa desconocer que lo que tenemos sea bueno, o al menos mejor que el oscurantismo anterior. La idea, eso sí, es seguir aprendiendo, creciendo y evolucionando. Y Lollapalooza parece dar señas de ir en esa dirección.