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Arribaban a Lollapalooza como «la banda del momento», posición que venían amasando gracias al impulso de revistas especializadas, y que en febrero refrendaron alzando nada menos que tres premios Grammy (mejor álbum alternativo, mejor interpretación rock y mejor canción rock).
No era baja la vara entonces para los norteamericanos Alabama Shakes, pero éstos respondieron a las expectativas sacando a relucir ese sello musical que remite con absoluta fidelidad a los años 60, en vertientes que van del rock al hippismo.
Por cierto, no se trata de una propuesta de ingesta rápida, de ésas que muchos aparentan buscar en esta edición del festival, sino de una búsqueda elaborada y sobre todo documentada. Por lo mismo, el público se dejó conquistar prácticamente durante toda la presentación, hasta llegar a cerca de ocho mil personas en los alrededores del escenario.
Ante ellos, los liderados por la inconfundible Brittany Howard despacharon temas de sus discos «Sound & Color» y «Boys & Girls». Este último, el mismo que presentaron en la edición 2013 de Lollapalooza, cuando arribaron como unos absolutos desconocidos, que desde el escenario reclutaron a sus primeros fans chilenos.
Tal como hoy debe haber hecho Seeed, un numeroso combo alemán (llegaron a contar 17 músicos en escena) que desde una base reggae se aventura en desvíos hacia géneros como el funk y el mambo. Ante un público cercano a las 1.500 personas, la banda despachó uno de los shows más lúdicos y aceitados de esta edición, hasta dejar a todos los presentes pidiendo más. Con esa carta de presentación, seguro los tendremos de vuelta pronto, pero, por ahora, el que no fue se lo perdió.
Fervor juvenil y rebeldía adulta
Desde muy temprano los fans de Twenty one pilots se instalaron en la reja del escenario VTR para ver a los estadounidenses presentarse en la sexta edición del festival.
Los intérpretes convocaron a una gran cantidad de público que saltó a pesar del calor con canciones como: «Stressed out» o «Car Radio». La audiencia, en su mayoría adolescente, coreó cada una de las canciones cargadas de baterías y adornadas de trompetas que a ratos se acercaban al hip hop y en otros, coqueteaban con el reggae.
«Yeah, yeah, yeah» gritaban a coro los asistentes. Su vocalista se dio licencias como bailar sobre una caja gigante de madera o tirarse al público y su baterista se dio hasta un mortal en el aire. De esa forma, la dupla de Ohio logró su exitoso y energético debut en tierras nacionales.
Luego, fue el turno de Bad Religion, cuyos fans peregrinaron esta tarde, bajo 29 grados de calor, hasta el escenario Itaú de Lollapalooza.
Vestidos con la ya clásica polera negra con el logo de la banda, se apostaron a cantar uno a uno los éxitos de la banda en una masa que saltó y sintió los acordes de las guitarras punk provenientes de California.
A ellos se sumó una audiencia curiosa frente a la ausencia de rock en esta edición del festival, a la cual la trayectoria e impecable sonido de los estadounidenses los cautivó con clásicos como «American Jesus» o «Infected». Tampoco estuvo ausente el infaltable «mosh» entre los seguidores de la banda que ya cuenta con más de 35 años de carrera y 16 discos de estudio.
Si algo está claro es que Bad Religion tiene un público fiel que ha tenido la suerte de verlos en repetidas ocasiones en tierra nacional y que hoy disfrutó de ver su versión festivalera saltando hasta que no dieran más los pies.
Paralelo al show que puso la cuota de Punk Rock de la edición de este año, dentro del Movistar Arena una masa se concentraba a ver al intérprete del trip hop: Gramatik.
El artista de Eslovenia llegó este año a presentar su estilo más reflexivo pero sobre bajos densos, mostrando qué es el trip hop, un estilo más callejero y complementado con la elegancia de los sintetizadores. Así fue como acompañado de una guitarra eléctrica, el DJ hizo levantar las manos de una cancha llena en la cúpula capitalina.
Por Sebastián Cerda y Macarena Carrasco