«¿Y quedó conforme con que ese día quedara dedicado al reggaetón?», pregunta la periodista, apuntando a la velada de cierre del Festival de Viña del Mar. La alcaldesa Virginia Reginato responde: «Para ser franca, no. Creo que es mucho reggaetón. No pensé que íbamos a terminar con tanto reggaetón».
Listo. Por más que la haya dicho en medio de un discurso de tinte positivo, en su calidad de cuña la frase es sencillamente magnífica. Por ello, se fue directo a la primera plana del domingo y, desde ahí, a las crónicas de decenas de sitios web que durante ese día la recogieron, con el fin de transmitir una idea que, en rigor, era más bien vaga: La disconformidad del municipio anfitrión con la oferta de Viña 2016.
Partamos separando la paja del trigo. La «tía Coty» efectivamente dijo lo que dijo, y esa opinión filtra algo de descontento con la predominancia de un género que no se apropió sólo de la última noche del evento, sino de prácticamente todo su epílogo (no olvidemos que la velada anterior la habrá cerrado Nicky Jam). Y, es cierto, la movida puede no ser la más acertada ni la más elegante a la hora de confeccionar una parrilla, pero no está lejos de responder a los leit motiv del Festival y su público: Mal que mal, estamos hablando del género que, pese a sus once temporadas sonando por estos lados, se mantiene como el de mayor alcance en el segmento juvenil y en buena parte de la audiencia general, de acuerdo con el dato duro que proporcionan las listas Spotify.
De ahí en adelante, toda discusión empieza a volverse un poco inconducente. Porque es cierto que Viña ha acuñado algunas de sus mejores postales cuando se ha atrevido a traspasar sus márgenes, para abrir las puertas a exponentes tan inusuales como una banda de rock duro (Faith No More), una orquesta sinfónica (Sting) o un patrono de la música alternativa (Morrissey). Pero tanto en su año como en el recuento histórico, esos nombres quedan reducidos a lo que fueron: Excepciones dentro de un evento pensado para un público tan masivo como el que ve televisión.
Un «chileno medio», que a la hora de encender su radio sin dudas tiene más ganas de encontrarse una de Ricardo Arjona que una de Tame Impala, y que la próxima semana estará más preocupado de bailar «El Perdón» y cantar una vez más «Si no te hubieras ido», antes que de prestar atención a tuiteros que reclaman por la ausencia de Beck o de Arctic Monkeys.
Esta última, una actitud estrechamente emparentada con la de quienes febrilmente piden parrillas en que alternen figuras como Madonna, Taylor Swift, Bon Jovi y U2, echándose al bolsillo todo criterio de realidad, lógica actual de industria y consideración presupuestaria. Es cierto que, de vez en cuando, esos factores logran traspasarse, permitiendo que una afortunada alineación de astros termine con uno de ellos cayendo justo en la Quinta Vergara. Pero, mientras, hay que ponerse creativos, aguzar el ojo, tentar los golpes, abrazar las excepciones, catapultar fenómenos. Abrir bien los ojos y parar las antenas, amén de seguir apostando por sandías tan caladas como repetidas, de ésas que por sí solas llegan a cuanta gente sea posible.
Y eso, le guste a quien le guste, porque ser director de Viña, finalmente, no es muy distinto a ser DT de la Selección de fútbol: Siempre habrá 17 millones de tipos que creerán saber hacer la pega mejor que el que está en el cargo.
Por Sebastián Cerda, columnista y crítico de música