Escuelas, iglesias y casas particulares son usadas como albergues en San Juan Alotenango, en Sacatepéquez. Ha pasado una semana desde la erupción del volcán de Fuego y aunque los damnificados están lejos de la ceniza y arena volcánicas, su panorama sigue siendo gris.
“Tenía aquel presentimiento, buen feo”, dice Ruth Espinoza llevándose la mano al pecho, como si sintiera dolor. El domingo pasado iba a limpiar la iglesia en el caserío El Porvenir, de Alotenango, cuando se asustó de ver a personas que corrían con miedo en sus rostros.
Recuerda que un hombre le dijo que La Reunión se había “acabado”. Era el trabajador de un hotel de lujo y campo de golf que huía en moto. El recinto había sido destruido por el flujo piroclástico del volcán.
Ruth se paralizó por un instante. “Las personas venían negras, estaban quemadas”, relata al recordar a las primeras víctimas del volcán. Entonces, corrió de regreso a su casa. Su esposo estaba en el trabajo. “Era un momento de ver quién corría y quién podía escapar”, narra viendo a los catres en los que están sus hijas.
En la puerta ya estaba Ingrid, su primogénita de 14 años y tenía listas a Ángela, de 12, y a Dania, de 6, sus hermanitas. Corrieron y cómo pudieron se agarraron de la palangana de un picop para salvarse. “Solo con esto me vine”, dice al mostrar su ropa. “De Conred no nos anunciaron nada”, se queja.
Bajo techo compartido
La suerte de Ruth es la misma de cientos de albergados. La primera noche uno de sus hermanos la llevó a la capital. Al día siguiente ella prefirió estar más cerca, por eso regresó a Alotenango.
Ocho familias duermen en un salón que la semana pasada era usado por alumnos de primero de primaria de la sección C. Es el anexo a la escuela Mario Méndez Montenegro. Aunque conoce a la mayoría, porque son sus familiares, baja la voz para confesar que da “cierta desconfianza” dormir así. “Si te sientes amenazado, corre y grita”, se lee en un rótulo colocado en una de las paredes del lugar, elaborado por una organización que vela por la niñez.
En un pizarrón están escritos los horarios. Tienen que acatarlos. De 7 a 8 de la mañana toca el desayuno, de 8:30 a 10 la ducha o aseo. “¿Usted cree que da tiempo que todos nos bañemos? A la nena pequeña me da pena bañarla con agua fría”, comenta mientras señala las cortinas de nailon que resguardan las regaderas.
Las provisiones han llegado y en grandes cantidades. Ha habido denuncias de que las donaciones son acaparadas en el centro de acopio municipal y de que son embolsadas con emblemas del gobierno, pero el director de mediación de la procuraduría de los Derechos Humanos, Daniel Tucux, dice que no han comprobado esos extremos, pese a haber verificado y entrevistado a varias personas.
Ruth padece de colon irritable y no puede comer todo lo donado. A veces prefiere quedarse con manzanas o algo que no le haga mal. Asegura que Dania lleva un día sin comer. “La clase de comida no les gusta, solo nos dan protemás, frijol o arroz, quisiéramos tener un poco de variedad”, afirma.
Duermen y amanecen sin respuestas
“Uno se queda como traumado, con mucho miedo. Cómo vos a ir a dormir allá, si está peligroso”, responde al hablar de la posibilidad de regresar a su casa. Tiene una semana de no verla y desconoce en qué estado se encuentra.
Es domingo y su esposo no está con ella en el albergue. Le ha tocado turno. De nuevo baja el volumen de la voz para explicar que tienen miedo de que si se ausenta, él pierda su trabajo. Manuel sale a las cuatro de la mañana y regresa con su familia a las nueve de la noche.
“Uno no sabe ni en qué día ni en qué hora está”, dice Ruth cuando piensa en el tiempo que ha pasado en el albergue.
«¿Qué pasará con nosotros? Eso no se lo puedo responder a mi hija cuando me lo pregunta”, expresa acerca de una solución de la que nadie le ha hablado y de la que ella espera respuesta de autoridades como, por ejemplo, del alcalde de Alotenango.
Se trata de dónde vivirán, del futuro inmediato, de que les quiten la duda de si los van a sacar de las escuelas porque las clases tienen que continuar, de si habrá comida en los próximos días, de si hay un plan para cambiar su realidad, esa que fue alterada abruptamente por la naturaleza.
Mientras eso llega, en San Juan Alotenango fueron inhumadas en el cementerio local cuatro mujeres víctimas de la erupción. Dos eran madre junto con su hija. “Salí con Dios y si no regreso es porque me fui con él”, se leía en uno de los féretros que fueron acompañados por la comunidad en una muestra de luto comunitario.