Hace exactamente un año, el 24 de noviembre del 2018, los argentinos eran la burla del continente porque no eran capaces de organizar un operativo de seguridad para la final de la Copa Libertadores entre los dos equipos más grandes de su país, River y Boca, con 70 mil personas en el estadio Monumental de Buenos Aires, en el que iba a ser el partido más importante en la historia del fútbol transandino. Como no se la pudieron, tuvieron que llevar la definición a Madrid.
Hoy, 365 días después, nos lamentamos de que acá ni siquiera se puede resguardar el orden en un encuentro casi sin público, entre dos clubes de baja convocatoria, en un duelo que era simbólico, porque iba a ser el primero tras el estallido social. Y ahora quizá se tenga que disputar el Campeonato Nacional en… Argentina.
Como describe en terreno Simon Kuper en su notable libro «Fútbol contra el enemigo», el deporte más popular del mundo ha fraguado guerras, ha contribuido a mantener a dictadores en el poder y ha alimentado revoluciones. Por eso, no es de extrañar que por estos días, mientras Chayanne llena cuatro Movistar Arena y Federer hace lo propio con Zverev, «el deporte rey» esté siendo utilizado como caballito de batalla en Chile.
Por un lado, el Gobierno emite palabras vacías, a través de su intendente metropolitano Felipe Guevara, asegurando que dará las garantías para que se juegue, intentando dar una señal de normalidad que no existe. A la primera de cambio, deja abandonados a su suerte a unos cuantos carabineros, quienes se ven sobrepasados y salen corriendo, para luego asumir que no dan abasto.
Por el otro, las barras bravas, unidas como nunca, se dan cuenta de que están ante una oportunidad histórica de demostrar su poderío, porque a los violentos de profesión se les suman muchos pacíficos que piensan que la actividad todavía no debe volver, en vez de aprovechar la vitrina para manifestarse. Esta postura puede ser legítima, pero también es egoísta, ya que los principales afectados, como siempre, serán los que están abajo en este medio.
En este escenario, no creo que al otro lado de la cordillera reciban este «cacho», mientras que jugar a puertas cerradas tampoco asoma como una opción viable, porque se necesitaría, incluso, mayor contingente policial. Todo indica que habrá que dar por terminado el torneo.
Y ahora se viene el gallito interno de los dirigentes, porque el botín en juego es muy grande. La pelota sí se mancha.