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Por Sergio Antonio Jerez, Premio Nacional de Periodismo Deportivo de Chile 2003
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Desde tiempos inmemoriales el chimento (noticia breve, sin mayor importancia y generalmente sin confirmar) tuvo su espacio en el periodismo chileno. En especial en el periodismo deportivo, donde los trascendidos eran pan de cada día, para deleite de esos lectores que gustan de los temas donde la intriga, la duda y ¿si fuera cierto? forman parte de la trama.
En 1980 y recién llegado a la sección Deportes del diario La Tercera, le propuse al editor Ernesto Bustos una sección que en los medios donde había estado había producido buenos réditos: “Pelotazos”. Era un bloque de notitas muy breves, generalmente a una columna, donde cabía de todo: lo cierto y lo incierto. No era nada nuevo, insisto, otros colegas, como Eduardo Alonso en Clarín, le habían dado vida propia.
La diferencia esta vez es que incluiríamos chascarros –muchas veces fruto de la imaginación de algún colega, porque era una producción colectiva- para amenizar la relación deportista-reportero, por entonces muy fluida y, a veces, permisiva. Recuerdo uno en particular, creación de Eduardo Rojas, quien cubría Unión Española, donde campeaba el personaje de “Kaplán” Faúndez, un paramédico parlanchín, de un humor muy especial, bueno para hacerles bromas a los reporteros más jóvenes y cuya mayor característica física era su gran nariz roja. Por cierto, atribuida por los malpensados a una afición por el tinto y el blanco.
En “Pelotazos”, el “Lalo” escribió: “Sorprendidos quedaron los jugadores de Unión cuando el paramédico Faúndez apareció por Santa Laura con el pelo teñido absolutamente blanco. Cuando le preguntaron las razones para tal decisión, Faúndez señaló que era para que le dijeran ‘albino"”. Tal vez no sea muy gracioso, pero hay que entender el contexto. Muchas veces, estas bromas tenían un tinte muy de la interna del club o del medio futbolero. Por cierto, “Kaplán” se vengaba contando alguna mentira sobre los autores de en sus consabidas rondas de conversación con los reporteros que acudían al recinto de Plaza Chacabuco.
Casi todos estos pelotazos sin confirmar se le adjudicaban a un informante secreto, para no descubrir la fuente que cada periodista tenía al interior del equipo.
Pero llegó un momento que había que personalizar a este informante secreto, como para darle más peso al chimento. Entonces, comenzamos a cargarle los dados a un cierto “hombre del maletín”, un individuo que todos habían visto (supuestamente, por cierto) rondando por los entrenamientos semanales. Él era quien nos proveía de estos datitos pintorescos, hechos sólo para amenizar –insisto, algunas veces ciertos y otras no- las noticias de más trascendencia y seriedad.
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Un día surgió el rumor de que alguien había ofrecido un incentivo económico a jugadores de determinado equipo para que hicieran un esfuerzo mayor para ganarle al rival de turno. No recuerdo los detalles, pero Ernesto Bustos me encargó el tema. Todos eran trascendidos, alguien había visto a alguien, alguien había escuchado a alguien, nada concreto. ¿Qué hacer? Bueno, al parecer el culpable del desaguisado era el consabido –y a esas alturas famoso- “hombre del maletín”. ¿Y la foto? En esa época no había bancos de imágenes, ni fotos temáticas. “Busca una foto de un tipo con un maletín”, le pedí al encargado del archivo.
Al rato llegó con una: “Es la única que encontré”. Y vaya que servía, era un tipo de terno, algo gordido y algo calvo, con un maletín de cuero en la mano izquierda. ¡Justo! Lo malo era que el personaje tenía nombre y apellido: Víctor Guillén. Multifacético directivo de Everton, funcionario por años de un banco y, además, del aeropuerto, lo que le permitía conocer a una infinidad de gente. Por sus características, a Guillén lo encontrabas en todas partes, se movía por todos lados, aparecía en los lugares más impensados. Es decir, el perfil exacto del “hombre del maletín”. Por supuesto, no tenía nada que ver con el tema, pero calzaba la foto y no hubo nadie que dijera que no.
Guillén se enojó, o se hizo el enojado, con la bromita, pero no era un tipo rencoroso y se le pasó luego. Aunque no sé si alguna vez me habrá perdonado.
De ahí para adelante, el “hombre del maletín” dio para todo. Hasta el día de hoy, cuando vuelve a ponerse de moda. Algunas veces se destapó la olla, como cuando sorprendieron a un alcalde curicano que sobornaba jugadores con complicidad de un futbolista brasileño ya fallecido. Las muchas, el tema quedó en la nebulosa y nadie pudo probar nada. Pero siempre alguien vio pasar al “hombre del maletín”.
Sin embargo, no puedo dejar de mencionarles una historia que un veterano periodista deportivo me regaló un día. Carlos Jimeno Silva, el “reportero de la calle larga”, contaba que por allá por los años sesenta existió un “hombre del maletín”. Era un italiano, de estatura media, siempre vestido de traje y sombrero, que seguía a todas partes al club de sus amores: Ferrobádminton. Amante de los trenes en su país natal, le atrajo ese equipo de camiseta aurinegra que representaba a los ferroviarios chilenos. Y como le gustaba viajar en tren, no fallaba a ningún partido de “los tiznados”. Y siempre, siempre, acompañado de una pequeña maleta, afirmada por una correa de cuero alrededor de ella.
De su figura y su gran maletín se hacían muchas conjeturas. Que llevaba dinero para sobornar a los rivales, que escondía cosas ilegales y un montón más.
“Hasta que un día lo supe”, dice Jimeno. “Como a mí me tenía cierto cariño porque yo iba también a todas partes con Ferro, porque me mandaban del diario, una tarde en San Eugenio abrió la maleta y descubrió el secreto: una enorme marraqueta con salame y queso y una botella de vino tinto. Me dio la mitad del sándwich y se bebió la botella entera en lo que duró el partido. Eso sí, jamás me dijo su nombre”.