Si las cosas hubieran seguido un curso que pudiésemos llamar “normal”, quizá hoy no estaríamos hablando de Javiera Suárez. Probablemente, la periodista disfrutaría ahora de su vida familiar, con ese amor que siempre dejó fluir como un torrente hacia su marido Cristián y su hijo Pedrito, y que gustaba proclamar a los cuatro vientos, despojada del pudor que a tantos nos invade a la hora de expresar sentimientos.
Tal vez no estaría bajo los focos de los principales sets de televisión, ni enfrentando el estrés de la lucha por el rating minuto a minuto, porque no fue ésa la puerta que se le abrió en los medios. Hasta 2016, Javiera era una más en la segunda línea de nuestra pantalla chica, con pasos por programas magazinescos, de farándula y del cable. Ese tipo de espacios que parecen nacer con la idea de un impacto acotado y una extensión en el tiempo sujeta a revisión permanente, y en los que alternan figuras que logran dar el salto, con otras que pronto pasan al olvido.
Javiera pudo haber sido de estas últimas, pero ella, antes que el destino, no lo quiso así. No por haber cargado con un cáncer, enfermedad que nadie tomaría si es que padecerla fuese una opción, sino por haber transformado ese camino trágico en una oportunidad para ver la vida de otra manera, y compartir aquello con el mundo. Porque su afán, aunque le pese a algún ser opaco con alma de troll, nunca fue individual, sino auténticamente comunitario.
“¿Se puede ser feliz con cáncer?”, se preguntó en el curso de su tratamiento, y su respuesta fue positiva. Admirable, aunque, en rigor, es comprensible que no todos los que cargan esa cruz piensen de la misma manera. Naturalmente, son muchos los que se estrellan contra el piso cuando saben que van a morir, o al enterarse de que el costo de mantenerse con vida es de varias decenas de millones de pesos, porque así funciona Chile. Cifras imposibles de recaudar para la inmensa mayoría, y que en caso de conseguirlas no representan otra cosa que la ruina económica de una familia completa. Difícil esperar que el optimismo impere siempre en cada uno, cuando es tan grande la injusticia por enfrentar.
Pero mientras esperamos por una solución estructural a esa aberración (la misma que debía discutirse el lunes en una sala vacía del Senado), o por avances científicos extraordinarios que aniquilen la enfermedad, tal vez sí podamos intentar poner en sacos distintos las pequeñeces que engrasan la vida, y las cosas de ésta que realmente importan.
Y ése, no hay cómo negarlo, sí que es el legado de Javiera.
No la máxima simplista de “al mal tiempo, buena cara”, finalmente una frase vacua. Sí, en cambio, la ratificación de que son los afectos los que nos mantienen en pie, antes que los parámetros según los cuales solemos medir el éxito en nuestras sociedades mercantilizadas. Que no hay que dar la fuerza de un huracán a una nimiedad pasajera, ni dejarse abatir ante adversidades menores, ya que a la vuelta de cualquier esquina puede estar el grifo que las extinga; que hay que estrujar los segundos, saberlos irrepetibles, y disfrutar lo que se haya presentado, porque otra cosa es una pérdida de tiempo.
Tiempo… Un flujo que parece abundante, aunque en realidad sea incierto, limitado e irrecuperable. Un recurso valioso, pero que tarde o temprano, simplemente se acaba. Un bien escaso, pero que podemos volver suficiente, y que, en un último eco que aún resuena, Javiera Suárez nos invita a no desperdiciar.