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Columna de Sebastián Cerda: “Mon y Monserrat”

Tiene la estampa de una diva y de una patrona de la bohemia porteña, casi a partes iguales. Cercana y lejana, romántica y rebelde, de look pin up y latino a la vez. Tiene también cierto resabio emo, ese que proyecta a través de mensajes en redes sociales y en las lágrimas que no teme dejar correr cada vez que la emoción parece inundarla sobre un escenario. Como recordando a quienes la aclaman que es de carne y hueso, que hace esto por una necesidad del alma y no por otro afán, y que los sentimientos son algo que no hay por qué esconder. Al contrario: Pueden y deben quedar expuestos, quizás porque en ese acto hay cierta aproximación a aquello que podríamos llamar verdadero.

Desde su emergencia como fenómeno en Chile, todo eso ha dejado ver Mon Laferte, y en buena medida a ello se debe el efecto mencionado. A aquello que el martes y miércoles nuevamente sacó a relucir en un escenario local, tras su arrollador paso por Viña, con dos repletas presentaciones en el Teatro Caupolicán. Es decir, diez mil personas en total, certificando la estatura alcanzada por la viñamarina, hoy dueña de una de las explosiones más avasalladoras del último tiempo en nuestro territorio.

Para explicarlo, están estas razones, es cierto. Pero sobre todo están las canciones. Ese sonido fuertemente arraigado en nuestra identidad, que remite a los arrabales y la nostalgia, al hogar y a las esquinas, los tragos y el humo, las cantinas y una radio am sonando en la cocina… A las penas de amor.

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Todos esos territorios toca Mon Laferte de la mano de boleros, valses peruanos, baladas, y el abanico que en términos generales abre el pop y el sonido cabaret.

Quizás por eso hoy reina entre un público absolutamente transversal, que incluye a adolescentes y adultos, comunidades gay, mujeres y hombres de distintos orígenes y perfiles. Y también a los niños (ya crecidos) y dueñas de casa que la seguían en los tiempos de «Rojo, Fama Contra Fama».

Porque aunque en algún momento Mon haya incluso renegado de Monserrat, lo cierto es que la artista de hoy comparte matrices nítidas con la aspirante de ayer. Esa joven de 19 años que pulía ante las cámaras la estampa de showoman que ahora es una de sus fortalezas, y que, desde otro colorido y otra intención, igualmente remitía a próceres locales como Palmenia Pizarro, Cecilia, Monna Bell y Myriam Hernández, amén de esas voces casi anónimas que nacieron y brillaron en los bares del Puerto (como Carmen Corena), donde su carrera despuntó.

Porque aunque en algún momento Mon haya incluso renegado de Monserrat, lo cierto es que la artista de hoy comparte matrices nítidas con la aspirante de ayer. Esa joven de 19 años que pulía ante las cámaras la estampa de showoman que ahora es una de sus fortalezas, y que, desde otro colorido y otra intención, igualmente remitía a próceres locales como Palmenia Pizarro, Cecilia, Monna Bell y Myriam Hernández, amén de esas voces casi anónimas que nacieron y brillaron en los bares del Puerto (como Carmen Corena), donde su carrera despuntó.

Pudo ser Mon o Monserrat. O Monse, si hubiera optado por el clásico apodo que aquí reciben las mujeres de su nombre, en etapa escolar. Pero en cualquiera de esas formas, de todos modos habría encontrado la manera de sacar a relucir los atributos que hoy la tienen convertida en el último eslabón de una de las cadenas más sólidas dentro de la música popular a la chilena.

En otro momento cultural, tal vez. En tiempos de marihuana, libertad sexual y terapias, como proclaman algunas de sus canciones, entre otros tópicos con los que de todos modos logra lo que consolida a las divas de su tipo: Eso que llamamos, simplemente, tocar la fibra de la audiencia.

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