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“Mis queridas revistas reflejaban otro momento, otra forma”, recuerda Guarello.
Juan Cristóbal Guarello
Hace un mes y medio di de baja mi hemeroteca. Fueron, calculo, 4.000 ejemplares los que regalé a una incipiente biblioteca popular. No sé si el emprendimiento alguna vez llegue a puerto, tampoco me interesa ni voy a pesquisar los resultados. Simplemente saqué de mi vida casi todas las revistas deportivas que coleccionaba hace más de treinta años. Historia antigua que comenzó con mi papá llegando en la semana con el último ejemplar de El Gráfico o Estadio, hasta mis largos paseos por los estantes sucios de San Diego (cada vez menos), incluidos canjes, préstamos, regalos, compras en las veredas de Santa Laura. En cada cambio de casa me acompañaban mis interminables y pesadas cajas de revistas. En las últimas mudanzas, para mayor tragedia de los cargadores, fueron más de cuarenta bultos. Ese mismo ajetreo constante iba desgastando las portadas y las páginas, dejando a muchas revistas sin cubiertas y muchas tapas cortadas, sin contenido, quedando en soledad la sonrisa de Gustavo Moscoso o una gambeta de Mario Kempes con la camiseta de Rosario Central.
El final fue un acto reflejo. Como dijo una bellísima amiga, dejé que “un ancla se sumergiera hasta el fondo del mar”, entonces el cerro de revistas fue apilado en un pasillo desconocido. Le saqué una foto para dejar testimonio de que alguna vez existió y fue parte integral de mi vida. Luego ya no estaba.
Un machetazo tan fuerte deja salpicaduras. Así como me quedé con algunos empastados y las colecciones de Estadio y Gol y Gol de 1962, también se resistieron a ser abandonados, escondidos en otros rincones de la casa, un Gráfico de 1995 con San Lorenzo campeón y otro del 2006 con Maradona haciendo un gesto tribunero mientras abraza una bandera argentina. Creo que esos me seguirán para siempre.
Es curioso como cualquier objeto que te ha acompañado durante tu vida su mera desaparición física no significa la desintegración mental. Ya no están, incluso regalé los estantes donde se apelotonaban como torres precarias de polvo y papel, y sin embargo su reverberación se mantiene. Hay una constancia vibratoria que me supone que basta con abrir algún closet y ahí estará Dunga con la Copa del Mundo o Emilio Ulloa corriendo bajo la luz septembrina del Estadio Nacional.
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Los mecanismos sicológicos del desprendimiento son insondables, o al menos difíciles de pesquisar. Tal vez el regalar toda mi colección, la que trabajo, dinero y cariño me tomó por décadas, sea, de alguna manera, una forma de separar la realidad actual con el irrecuperable pasado, de una vez por todas. Las revistas en papel están en decadencia, lo mismo que los diarios. Los futurólogos, economistas y visionarios de todo tipo han comenzado a proyectar gráficos donde se anuncia el final del periodismo impreso en pocos años. Se dice, por ejemplo, que los diarios en papel van a estar muertos en Estados Unidos el 2018. A la vuelta de la esquina. Es un proceso sin vuelta, no se pueden recuperar el dinamismo ni la importancia del papel como no se puede recuperar el caballo como medio de transporte fundamental.
Mis queridas revistas reflejaban otro momento, otra forma. Comprar el martes por la tarde El Gráfico en el quiosco del chico “Coffone” en el centro, con el papel casi tibio, casi pegote de tinta fresca, subirse a la micro e irse leyendo en el trayecto es una de mis epifanías personales. Había, por entonces, al menos cuatro artículos contundentes, cuatro entrevistas jugosas para estar distraído por horas. Lo mismo las crónicas de los partidos, verdaderos documentos, necesarios en función de que la mayoría de los encuentros eran apenas registrados por una sola cámara. Por lo tanto, la mirada y el testimonio quedaban como únicas huellas tangibles.
Todo eso está muerto. Podemos ver el partido que queramos, las veces que queramos e incluso hoy, gracias a la recuperación de archivos televisivos subidas a Youtube, tenemos la oportunidad, imposible hace pocos años, ver partidos completos de Pelé, Johan Cruyff o Alfredo Di Stefano. La foto de huecograbado con sus tramas visibles en el sepia de Estadio no le puede competir a las plataformas explícitas de la tecnología.
Al final el regalar todas las revistas fue como un funeral no sólo de cierto espacio autobiográfico fundamental, sino que también de toda una forma de entender, y disfrutar, el mundo. Se trata de la pérdida de una ceremonia íntima, delicada y pedagógica. Todas las eras tienen sus propios traumas con las grandes fracturas. En cien años, tal vez, no haya en los hogares más papel que el higiénico o las servilletas. Las revistas, los libros, los cuadernos, las libretas de apuntes serán objetos arqueológicos como lo son hoy el fonógrafo o las lámparas de aceite.
De todas maneras hay una parte vacía en esta casa y en mi mente. A veces, por instinto, busco una revista específica para cotejar cierto dato. Menos de un segundo más tarde me doy cuenta que ya no está. Es como perseguir fantasmas.