La nieve flotaba alrededor del pequeño restaurante en el que estaba sentado y frente a mí tenía un par de platos.
Una salchicha de hígado curada en suero agrio, un pedazo de cordero ahumado y un par de trozos de raya podrida que lucían pésimo y olían a orina.
Los dos primeros platos no estuvieron mal. La salchicha fue una salchicha, sin más, y el sabor del cordero se benefició de que este animal no hace muy bien la digestión, por lo que sabía como ahumado con hierba.
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Pero el tercer plato, la raya podrida, era todo un reto. Y cuando estaba a punto de clavarle mi tenedor alguien desde el fondo de aquel pequeño establecimiento me gritó.
– ¡Skata! ¡Ja!
Era un joven islandés llamado Gísli, que trabajaba como guía turístico y quien me había acompañado el día anterior en un tour por la ciudad de Akureyri, en el norte de Islandia, donde había intentado ver la aurora boreal.