Abdón nunca vio el mar.
Pero desearía verlo.
Me lo cuenta mientras conduce su vieja furgoneta por unas pistas polvorientas e improvisadas.
Adentro del vehículo, el calor del altiplano boliviano agudiza el olor punzante a hoja de coca mascada.
Afuera, enmarcado por la ventanilla, desfila un panorama monótono, una inmensa planicie blanquecina salpicada por el verde apagado de unos arbustos.
A ratos aparecen unos prometedores destellos que evocan la presencia de un lago.
"¡Agua!".
Pero, a cada metro recorrido, esa agua se vuelve más lejana, inalcanzable, hasta fundirse en el horizonte con los cerros del altiplano andino.
Porque esa agua no existe: es una ilusión óptica.
Todo lo que queda del lago Poopó, que llegó a ser la segunda extensión de agua dulce de Bolivia, es ahora un espejismo.
Hasta hace unos meses, sin embargo, no era así.
Y dentro de otros pocos, cuando la estación de lluvias haya cumplido con su tarea, el lago probablemente volverá a aparecer.