Poco después del triunfo de Trump, se llevó a cabo en México un evento conocido como el Davos de los medios de comunicación. Titular del diario El País (afírmese de su asiento): “Grandes medios entonan un ‘mea culpa’ tras la victoria de Trump”.
He leído y escuchado neologismos, pero no se me viene a la memoría alguno más infeliz que el de “posverdad”, el cual ha acuñado la prensa en estas últimas semanas. No creo, desde mi humilde ignorancia, que haya filósofo serio vivo que reclame para sí la autoría de semejante barbaridad conceptual.
Pero démosle unas vueltas a este fenómeno lingüístico de la posverdad. “Post” es el prefijo que utilizamos en el sentido de lo que ocurre después de algo ya acontecido, como por ejemplo “el postre” de la cena de hoy.
También, ya en un sentido más amplio y abstracto, su uso y abuso, provienen del ámbito de la discusión filosófica, acaso desde principios del siglo pasado. La idea más paradigmática podría ser la de “posmodernidad”, utilizada para definir la era civilizatoria en la que estámos perviviendo, pero a la vez como que sí, como que no, ¡oh, gran Cantinflas!, infiltrándose e incluyéndose en la era moderna por ciertas categorías emergentes. La posverdad viene a ser una suerte de concepto parasitario, al abrigo de su paraguas eónico.
Otro tanto ocurre con el pariente “neo”. Por ejemplo, “neoliberalismo” o “neopositivimo”. Donde “post” tiene una connotación mortuoria; “neo”, de alumbramiento. Estos prefijos latino y griegos, incorporados a la jerga común de hoy por los intelectuales (¿de la modernidad?) siempre me han parecido sospechosos.
La fanfarria mediática en la cumbre de México no sólo es boba. Peor, es siniestra y alcanza unos límites de peversión y peligrosidad comparables a los de una hecatombe nuclear. Y creo no exagerar. Lo que nos dicen estos conglomerados de conglomerados, es que nos piden perdón por el resultado de las elecciones, arrepentidos de habernos defraudado, a toda la humanidad, porque Clinton no salió elegida, como si el fracaso hubiese sido su responsabilidad directa.
Es decir, seríamos todos una caterva de subnormales. También se subentiende que perdieron el control de lo que considerarán “es suyo”, nada menos que ¡la democracia!, ¡la verdad! La presidenta de la cadena RAI, Mónica Moggioni, tuvo la desfachatez de llegar a decir: “Estamos desconectados de la realidad. Salimos a la calle a buscar las historias que teníamos en nuestras mentes en lugar de reportar las que estaban ahí afuera”.
Claro como el agua: perdió la candidata que querían poner en el poder. Eso es lo que estaba en sus mientes. Eso es lo que buscaban inocularmos a las nuestras. Inocular, inoculando, inoculado. Infinitivo, gerundio y participio, con enchufe y todo. ¿No fue acaso que se le zafó un tornillo a este Gran Hermano al delatarse sin querer queriendo? ¡Dios nos pille confesados!
No sé bien cómo adjetivar esta nueva genialidad del lenguaje al incorporar el cuño de “posverdad”, pero aventuro la de “neó idiotez”.
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