La muerte de Fidel Castro la noche de este viernes trajo a muchos chilenos el recuerdo de la visita que el líder revolucionario cubano hizo al país austral en 1971, que se prolongó durante 24 días que para muchos se hicieron eternos, según rememoran hoy los medios locales.
Fidel permaneció en Chile entre el 10 de noviembre y el 4 de diciembre de aquel año, cuando Salvador Allende, que cumplía un año en el gobierno, lideraba un inédito experimento político de llevar a su país hacia el socialismo por la vía electoral, en una revolución «de empanadas y vino tinto».
La experiencia chocaba con la lucha armada que llevó Castro en Cuba, su desafío frontal al «imperialismo» y el ideal guevarista de exportar la revolución bajo la premisa de crear «dos, tres, muchos Vietnam».
Durante más de tres semanas, con una energía vertiginosa, Fidel recorrió Chile desde el desierto del norte hasta la patagónica Tierra del Fuego, enterándose en detalle de la producción minera de las minas recientemente nacionalizadas hasta la fabricación de vinos en la zona central o la industria del gas y petróleo en la región austral.
Celebró reuniones con obreros, campesinos y estudiantes, participó en multitudinarias asambleas, pronunció un sinfín de discursos maratonianos, en los que más allá de las diferencias entre Cuba y Chile, subrayó que Salvador Allende encabezaba «un proceso revolucionario».
Mantuvo con el presidente de Chile extensos diálogos sobre la realidad latinoamericana y le regaló un fusil AK-47 de culata plegable, el mismo con que Allende se quitó la vida el 11 de septiembre de 1973 en La Moneda, asaltada por las tropas de Augusto Pinochet después de ser bombardeada e incendiada por la Fuerza Aérea.
Aconsejó a Allende no confiar demasiado en los militares y le sugirió armar a los obreros en caso necesario pues la clase obrera «puede, a tu llamado ante la Revolución en peligro, paralizar a los golpistas, mantener la adhesión de los vacilantes, imponer sus condiciones y decidir de una vez, si es preciso, el destino de Chile».
También el líder cubano tomó pisco y chicha, usó ponchos típicos del campo chileno, comió chirimoyas y otras frutas nativas, jugó baloncesto y compartió almuerzos, meriendas y cenas pobladores, estudiantes y sindicatos; debatió con universitarios, incluidos los de la derecha anticomunista. Llenó estadios de multitudes ávidas de escucharlo y las empapó con su carisma y su verbo.
La visita duraría originalmente diez días y respondía, según Salvador Allende, al «anhelo del pueblo de Chile» y al propósito de «intensificar los tradicionales lazos amistosos que siempre han existido entre nuestros países».
Según diversos analistas, la visita de Fidel enardeció y unió a los enemigos de Allende, y terminó por molestar al propio presidente, inquieto por su intromisión en la política interna.
Carlos Altamirano, entonces secretario general del Partido Socialista, ha revelado en entrevistas que Allende le pidió que le dijera a Fidel que se fuera, pero que él se negó.
«Salvador me pidió (que hablara con Fidel), pero yo no lo hice (…) No era fácil decirle a una personalidad y a un jefe de Estado de la talla de Fidel ‘mire, ya está bueno que se vaya’. Tampoco yo era el más apropiado para decírselo», publica hoy el diario La Tercera.
El 2 de diciembre, dos días antes de su partida, Fidel se despidió en el Estadio Nacional, donde atacó al imperialismo y a los derechistas chilenos con un ¡Váyanse al Diablo!».
Animó además al gobierno a profundizar el proceso, con la estatización de todos los recursos naturales y a luchar «¡Con la verdad, con la verdad, con la verdad! ¡Con la razón, con la razón, con la razón! ¡Con la moral, con la moral, con la moral!.