El valor de la solidaridad en nuestro país es un concepto enrevesado.
Toda solidaridad aparece como una virtud social o comunitaria para con el desafavorecido. Esta virtud es necesaria e imprescindible en toda sana sociedad.
La nuestra está asociada, cuando “hay” que practicarla, con el fenómeno deportivo del maratón. Es curioso que los medios, y en particular la televisión abierta, deciden su emergencia y las formas de cómo se dirigen estos procesos, normalmente, a la manera de una orquestación. El Estado brilla por su ausencia.
Los maratones son carreras de largo aliento. En un tiempo acotado hay que cubrir una larga distancia. Y como todo deporte de alto rendimiento, requiere de una preparación previa extraordinaria, que sólo da sus frutos y se hace visible durante breves momentos en las transmisiones de la Olimpíadas.
El talento, la disciplina, la perseverancia, han de ser los valores de los grandes fondistas, pero no sólo por las características concretas de la carrera, sino que, fundamentalmente, por lo que no se ve llegado el momento de la largada. En tanto competencia, es de suyo una actividad no cooperativa, sino que estrictamemte individualista: sólo uno gana.
Nosotros recojemos de su definición la dimensión temporal acotada de una carrera de carácter “urgente”. Pero, su intencionalidad es paradójicamente cooperativa; su logro algo mancomunado y la preparación no nace de una motivación agregada y sistemática de individuos; no la hay en absoluto. Como apuntaba, es el resultado “espontáneo ” de un pauteo que tenemos incorporado en nuestro calendario anual, de forma exógena; se manifiesta más bien como un hecho de la contingencia. El fervor solidario nos llega desde afuera, a la hora señalada.
Una vez acabada la nosequetón, todos pa’ la casa, tan felices. Es decir, la tenemos compartimentada en nuestras cabezas y condicionada, igual que el perro de Pavlov, que aprendió a que “alguien” dé el campanazo; recién ahí activamos nuestras neuronas, masajeamos la panza y nos disponemos a volcar nuestras emociones y recursos, incluida nuestra intención de ceder horas a la aspiradora de conciencias televisiva.
¿Quién gana a costa de quién realmente, me pregunto, en estos eventos exultantes, más allá de los beneficiados nominales de las causas?
Aquí viene mi sospecha. Al desfavorecido no debe asistírsele sólo ante una emergencia. Al desdichado, cuando la solidaridad es real y está instalada como virtud en nuestro fuero interno, lo debíamos acoger previamente a cualquier eventualidad, antes de la desgracia. La presteza, la prontitud, es un atributo esencial de la solidaridad bien entendida. Debe estar instalada permanentemente en nuestro corazón. Esta actitud, sin embargo, no la veo en nuestra peculiar identidad nacional.
Nuestros cuerpos y sus mentecillas, nuestra “carne” es fácilmente inducida a un estado histéricamente virtuoso, sin perjuicio de la bondad de los fines perseguidos.
Y está escrito: “La carne es débil; el espíritu pronto”.
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