Cuando llegó la democracia parecieron detenerse los relatos acerca de los años de dictadura. En vez de hablarse de lo que acababa de pasar –y que había pasado por diecisiete años– se nos llenaba de historias de lo nuevo, de lo que íbamos (supuestamente, idealmente) a ser más que de lo que éramos. ¿Fue un asunto generacional? Creo que es algo más complejo y de lo que, en realidad, no se tratan estas líneas. Salvo para el contraste de que, en los últimos años, hemos visto surgir buenos y necesarios ejemplos literarios que se hacen cargo, de alguna forma, de aquellos años. Uno reciente es el de La Resta, la primera novela de Alia Trabucco.
La novela nos propone el siguiente epígrafe: “La recolección es nuestra forma de duelo”. Esa breve oración de Herta Müller parece chocar con el título, porque recolectar, coleccionar, juntar, es justamente lo contrario a restar: sumar. Lo que nos muestra el libro es que también se pueden recolectar números negativos, es decir, que lo que se resta de todas maneras imprime una huella en quien hace la operación. Los protagonistas de esta novela, Iquela y Felipe, son dos coleccionistas. Iquela recolecta palabras precisas para relatar. Felipe resta cadáveres. Ambos son hijos de militantes de izquierda, a quienes la persecución política convirtió en una suerte de hermanos. Pero ellos no están para rememorar los días pasados. Cada uno, en primera persona, cuenta su presente; solo que este está plagado de las marcas del pasado, de lo que se hizo y lo que no se hizo, de lo que se dijo y lo que no se dijo. El texto entrega los relatos de cada protagonista de manera intercalada. Uno de los logros de la escritora es haber dotado a cado uno de una voz, una manera, un tono propio. Ambos son obsesivos, pero de maneras diferentes.
No se trata solo de un ejercicio estilístico bien logrado. Las vidas de Iquela y Felipe se ven envueltas en una aventura descabellada, en que ayudan a Paloma –otra hija de la dictadura, pero que vivió en el exilio– a recuperar el ataúd de su madre muerta. La odisea es una estrategia para hablar, por ejemplo, de Santiago –la ciudad cubierta por cenizas– y de esa gran resta que dejaron los años de dictadura. Para hacerlo, nos encontramos con dos relatos íntimos, mínimos, que no dan cuenta de una visión totalitaria, sino simplemente de la memoria personal. Para esto, los personajes no echan mano a datos exactos, sino a sensaciones: al aroma y el sabor de las cosas; a cómo se sentía recibir y dar golpes, caer sobre piedrecillas en una carrera loca por la cuadra, descubrir los primeros vellos saliendo en las axilas y el breve beso en los labios que Paloma le dio a Iquela el 5 de octubre de 1988 cuando dentro de la casa los adultos escuchaban los resultados del plebiscito. Y junto a eso, el presente, en que todos estos niños/adultos o niños que tratan de ser adultos también siguen adelante (o hacen algo semejante a seguir adelante, concentrándose en los momentos, en vez de tener un programa a largo plazo) a partir de sensaciones. “Acerqué mi mano a su hombro y lo toqué (y me sorprendió una piel finísima, casi impalpable)” (188), dice Iquela al despertarse junto a Paloma. Y Felipe, quien expulsa su relato con puras comas, se concentra en el sentir y en el observar, como dos actitudes sincronizadas: “[…] voy tranquilito paseando por Yungay, tambaleándome por tanto calor, cuando veo sentado en la cuneta a un tipo encogido como contorsionista, la cabeza caída entre las rodillas, el cuello torcido […]” (27-28).
La autora trabaja como editora y se nota esa faceta en este texto, trabajado y pulido a conciencia, consistente en su estructura y estilo y en la conformación de dos personajes fuertes, cuyos discursos a veces se complementan, a veces se contraponen y contradicen, dando cuenta de una época y una herencia complejas de abordar y transmitir.
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