“No le robaste a un NN, no le robaste al Perico de los Palotes del departamento 3. Le robaste a Sebastián Eyzaguirre, soy periodista, trabajo en la tele. Te voy a caer con un fierro”.
Ésa, y no una pronunciada en el marco de su labor profesional, fue quizás la frase más comentada del ex frontman de “CQC” en 2016. Una sentencia desde luego chocante, pero que, sin compartirla, puede resultar hasta entendible en su contexto, al fragor de la indignación que provoca suponerse víctima de un delito (en este caso, un robo que habría sido perpetrado por una colaboradora).
Sin embargo, eso no lo salvó del repudio y la sorna desatada en las redes sociales, y ni siquiera su ex compañero de elenco, Pablo Mackenna, se lo quiso perdonar. “Y sigue pensando que es especial. Es como una enfermedad”, fue el comentario del escritor en Twitter, con una elocuencia que parece excesiva, pero que tristemente es más literal que metafórica.
Porque en pleno siglo XXI, aún hay quienes creen estar recubiertos de un aura especial, situados uno o varios escalones más arriba que el común de los mortales, por el simple hecho de cumplir su jornada laboral en la televisión, un medio ya desprovisto del glamour de antaño, y devenido cada vez más en un rubro como cualquiera.
Con las plataformas multiplicadas, la industria televisiva en crisis, los influenciadores dando pie a un nuevo tipo de celebridad, y las redes sociales haciendo horizontales las relaciones que antes eran verticales, quienes trabajan en la pantalla hoy están lejos de lucir intocables. Al contrario, más veces de las que quisieran deben enfrentarse a un entorno indiferente, cuando no hostil.
Millenials y centennials han sido ilustrativos al respecto. A buena parte de ellos, la condición de “rostro” no les dice absolutamente nada, y algunos incluso pretenden asumir a escala dicha posición, a través de esas vitrinas al alcance de la mano que son Instagram y YouTube. ¿Qué tanto, entonces, les podría importar alguien que se desempeña en un medio que ni siquiera sintonizan?
Pero esto -ya lo dijo uno que ha estado adentro, como Mackenna- bien puede ser algo patológico, y es por ello que cada tanto vemos un nuevo brote de esta afección, consistente en asumir un estatus que no se tiene, y exigir las regalías que el mismo -creen- conllevaría.
A eso recuerda el caso de Francisca Sfeir, una mujer que muchos ni siquiera sabían que se desempeñaba en Canal 13 (salía en pantalla entre 05:45 y 06:30 de la mañana), y que esta semana dejó la estación, vociferando una supuesta falta de valoración y de respeto.
Todo por indicarle que ella no estaba incluida entre quienes debían circular por una alfombra roja, instancia que muchos asumen como parte de lo que les toca en función de su trabajo, pero que otros ansían como un trofeo, que vendría a refrendar su ilusión de ser especiales, admirados y únicos.
El consuelo para Francisca es que el efectismo y la fugacidad son los alimentos de ese tipo de ceremonias, y la prueba está en la infinita lista de olvidados que han pasado por las aperturas del Festival de Viña del Mar, el Copihue de Oro y otros eventos similares. Ni la valoración ni el respeto se juegan en la confección de las listas de invitados a esos desfiles, tal como la celebridad ya no se decide en la pantalla chica, ni los atributos se vinculan con la simple exposición de una cara.
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