Estoy en la sesión de terapia de grupo más intensa en la que me he sentado. Es un "círculo para intercambiar experiencias" de 20 personas. Todos, excepto el consejero que dirige la sesión, son al menos cinco años más jóvenes que yo, y están aquí porque están intentando reconstruir vidas de las que han perdido el control.
Al compartir con el grupo lo peor que han hecho, esperan cambiarlo.
Una integrante del grupo, Eva*, de 19 años, está leyendo una lista de todas las veces que su comportamiento ha perjudicado a las personas que más quiere.
"Uno: hace unos meses les dije a mis padres que no los quiero", dice con voz inexpresiva. "Les hice mucho daño al decir eso".
"Dos: el año pasado le grité a mi novio que quería suicidarme".
La lista sigue y sigue. Eva recita muchas cosas que cree que ha hecho mal: esconde sus sentimientos, es perfeccionista y carece de autodisciplina, dice. No se lava los dientes. No hace deporte. A veces no se ducha.
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Me sorprende la honestidad de Eva y, al final de su intervención, empiezo a sentir pena por ella.
Kyra, la consejera que dirige la sesión, se dirige al círculo.
"¿Quién tiene algún comentario?", dice. "Ethan*".
Ethan, un joven de 17 años con jeans ajustados, se vuelve hacia Eva. Me pregunto si está a punto de ofrecerle algunas palabras de apoyo.