Siempre sospeché que el cáncer de colon que mató a mi padre cuando tenía menos de 50 años tenía origen hereditario.
Mi abuela, su madre, también había muerto de cáncer a una edad similar. Yo tenía entonces nueve años y recuerdo claramente lo último que me dijo: "Ay, no te voy a ver de grande".
Así que cuando a mi padre le diagnosticaron cáncer a inicios de los 80, con apenas 42 años, pensé que todos nosotros estábamos condenados a padecer lo mismo.
Hicimos todo lo que se pudo por salvarlo. Al principio se logró controlar la enfermedad, pero unos años más tarde el cáncer volvió y pese a la quimioterapia y a todos los tratamientos a los que se sometió, sucumbió al cáncer.
Recuerdo una de las cosas que me dijo pocos días antes de morir: "Ay, yo que pensaba que iba a ver a mis nietos". Y las palabras de mi abuela también resonaron en mis oídos.
El cáncer estaba al acecho
Desde entonces mi madre ha estado en "campaña permanente" para que todos nosotros, sus hijos, nos hagamos colonoscopias regularmente para detectar a tiempo posibles pólipos cancerígenos.
Cuando hace poco más de un año a una hermana menor le encontraron un tumor cancerígeno, también en el colon, me sentí apesadumbrada.